sexta-feira, 15 de agosto de 2014

Los dioses copulativos



Los dioses antiguos copulaban entre si: Afrodita con Hefesto, su marido, y con Ares, su aguerrido amante, Perséfone estaba liada seis meses al año con su tío Hades, Apolo presidía el coro de las Musas, y supongo que, si no era tonto, sacaba partido de esa posición preeminente y Zeus, a pesar de casado con su hermana Hera, le era infiel todo lo que podía con otras diosas, ninfas, princesas y mozalbetes de buen ver. En India lo de la cópula alcanzó categoría literaria y todas las variedades imaginables de nexos fueron esculpidas en las paredes de sus templos. Los dioses antiguos eran, por lo tanto, dioses copulativos. Lo mismo que los humanos y las humanas, que dedicamos buena parte de nuestra vida a buscar la coyunda, a suspirar por la posibilidad de coyunda, a lamentarnos por la coyunda perdida o a hablar con los amigos de lo bien que coyundea esta, esa o aquel. Vamos, que  los dioses griegos  eran un espejo del comportamiento humano y no tenían problema en mezclarse con nosotros por ver si copulaban.
Pero esos dioses copulativos jugaban con ventaja: eran eternamente ricos, jóvenes y guapos. Tres cosas que en los seres humanos rara vez se dan juntas: cuando uno es joven y guapo suele no tener un duro, y para cuando lo tiene se ha convertido ya en un viejo poco o nada deseable. Además, al no hacerse viejos, no sabían nada de impotencias, menopausias y desganas que suelen traer el peso de los años a los hombres.
Los dioses copulativos no poseían el don de la ubicuidad; podías invocarlos y ellos no hacerte ni caso porque estaban de veraneo en Etiopía, donde acudían a banquetes y en busca del sol, quitándose con ello el moho de los largos y nevados inviernos del monte Olimpo, donde, por otra parte, cada uno tenía su palacio, hábilmente construido por Hefesto.
Al gastar tantas energías en cópulas, viajes y banquetes, los dioses de los griegos no se preocupaban demasiado por los humanos y viceversa. Es verdad que los antiguos eran muy supersticiosos y creían en los dioses, pero la relación estaba establecida desde siempre en base a unas oraciones y unos ritos muy precisos. Entonces uno que quisiese algo de los dioses se dirigía a ellos más o menos así: “Óyeme tú, el del arco de plata (Caso quisiese demandar algo de Apolo), soy Diceópolis, hijo de Jantipo el de Acarnania (Nombre y filiación del suplicante), acuérdate que te he hecho tantos sacrificios, que he colaborado en la construcción de tu templo o que te he levantado una estatua, etc. (Aquí el suplicante menciona todo lo que haya hecho por el dios). Ahora preciso tu ayuda para (Y se pedía lo que fuese), por lo tanto concédemelo”. El toma y daca de toda la vida, el do ut des: yo te he dado antes, dame tú ahora.
Con los dioses posteriores, solitarios, lejanos y con barba, como ya no eran copulativos sino subordinativos, las cosas cambiaron notablemente. Por ejemplo, tú te pasas toda la vida haciendo ayunos, penitencias, confesiones, peregrinaciones, limosnas y otros sacrificios y, a lo mejor, después de muerto, entras por el culo de la aguja que conduce al cielo.
A los dioses griegos no les preocupaba demasiado el futuro de sus administrados. A los nuevos dioses sólo les preocupó justamente eso. Y eso se debió a la falta de cópula, a la soledad y al aburrimiento. Se aburrían solos en el desierto y decidieron observar y controlar la conducta de los hombres y, claro, obtuvieron tanta información que se hicieron omnipotentes, ubicuos y subordinantes.
Y la subordinación a ellos debida tomó matices diferentes porque sus mensajes a los hombres comenzaron a ser condicionales (Si haces A, obtendrás B), concesivos (Aunque hagas A, no obtendrás B), causales (Porque has hecho A, obtienes B), finales (Para conseguir A, tienes que hacer B), consecutivos (Tanto has hecho A, que ahora recibes B) y así todas las modalidades de la subordinación adverbial.
Y claro, el mundo cambió mucho. Porque ahora tenemos que estar siempre pendientes de los que hacemos, decimos o pensamos. Y también de lo que no hacemos, no decimos o no pensamos porque existe el pecado por omisión. ¡Qué perversidad!